¡Autores, respeten los derechos del lector!
“Los libros que son mi verdadera patria y
Arturo Pérez-Reverte
mi memoria, los que me permitieron ordenar
el espacio y el tiempo que me queda”.
Más que excepción, se está haciendo regla entre los escritores la queja de que ya nadie lee. Aunque sí que he observado entre mi círculo de relaciones una tendencia a preferir el audiovisual a la lectura, no me atrevo a afirmar ni negar sin bases de que eso sea cierto.
Según las cifras oficiales, actualmente se venden más libros que hace una década. Pero ese dato tampoco me ofrece ninguna confianza: las ventas no son directamente proporcionales a la cantidad de libros que se leen, porque estiman que un libro es como el papel sanitario, de usar y tirar. Y los buenos lectores sabemos que no es así.
La vida útil de un libro es larga, pues en su versión física se lo puede leer toda la familia, los amigos —si son confiables como para que les prestes tus libros—, los amigos de tus amigos —¿ves? Y eso que le advertiste que te lo devolviera enseguida—, los libreros, los compradores de segunda mano, los que tengan carnet de la biblioteca, los que lean en la biblioteca, los que los salven del fondo del latón de la basura —sí, un pepenador puede tener interés en la literatura— y, en general, cuanta persona eche mano al tomo en cuestión.
En digital, con la posibilidad de realizar copias infinitas, la vida útil de un libro tiende al mismo tamaño del Universo.
El dilema del lector cautivo
Entonces, ¿se lee o no se lee? Los primeros que deberían predicar con el ejemplo son los mismos escritores que acusan al lector de vago. Y si no respóndeme, querido colega, con la mano en el corazón: ¿cuántos libros leíste el año pasado?
Como escritor, confieso que a veces quisiera tener una enfermera Annie Wilkies que me mimara, pero también que me “incentivara” a escribir un nuevo episodio de Misery. Pero, si lo pensamos mejor, nuestra solícita musa no sólo tenía atrapado a Paul Sheldon: ella misma se había convertido por su voluntad en una lectora cautiva del talentoso escritor.
En este sentido, casi todos los autores tenemos nuestra Annie: nuestra pareja, nuestros padres, nuestros amigos…nuestra comunidad de lectores cero, que tanto nos ayudan a mejorar la obra. De los que abusamos de su aguante y tiempo, porque en cuanto les pasamos el manuscrito arrancamos a darle la chapa nerviosa del “¿ya lo terminaste?”, “¿qué te pareció?”.
Otros autores, ya consagrados, tienen la suerte de tener inmensas audiencias cautivas cuando sus obras se incluyen en el plan educacional. Nunca hubiese descubierto a Horacio Quiroga, Goethe, Gorki o Ibsen si no fuese por la asignatura de Español y Literatura…aunque mucho me temo que estos nombres están condenados a la extinción dentro del sistema de educación de muchos países, incluido el mío.
Además, que esta audiencia cautiva (porque va a examen) solo se obtiene cuando eres un clásico de la literatura. Ergo, eres un escritor muerto y enterrado.
Una tercera audiencia cautiva son los lectores profesionales y los editores. A los primeros tienes que pagarles su tiempo y su experiencia, pero por lo menos tienes así la garantía que leerán tu obra sí o sí, y además de eso su opinión será descarnadamente sincera.
Luego, al editor no le pagas, pero como él va a ver la obra con los ojos del tasador también puedes estar seguro que forma parte de los lectores cautivos…aunque me haya tropezado con un par de ellos que, a todas luces, no leyeron un cuerno.
¿Derechos del lector?
Fuera de estos pocos casos, como autor no puedes exigirle más nada a un lector. De hecho, a ellos te debes y son los que abonan el dinero para mantenerte a flote (si tienes la suerte increíble de vivir de la literatura). Así que mejor respeta sus derechos y no les juzgues, porque ellos te juzgarán a ti peor y con más base.
Pues sí, ¿o que te creías? Si no los conoces, te los enumero según los nombró el autor francés Daniel Pennac. Además, como escritores estamos casi obligados por ley del oficio a leer mucho y bien, ergo también podemos anotarnos con derecho a este decálogo.
Derecho a no leer
Cualquier derecho comienza por el derecho a no aplicarlo: todos podemos elegir leer algo o no leerlo con completa libertad. Si alguien no tiene la necesidad de leer, mejor que no lo haga, porque la lectura debe ser siempre un acto agradable y disfrutable. Cuando se esté listo o se quiera, la lectura estará ahí para que la tomes.
Derecho a saltarse las páginas
El lector no está en la obligación de leerse esa genial descripción de 50 páginas que hiciste sobre una lámpara rococó del 1752, si piensa que no tiene que ver con la trama. Si se salta páginas es tu fracaso como autor por aburrir, no de él como lector.
Derecho a no terminar
Ligado al derecho a no leer, está el de abandonar si es un bodrio o la trama no le atrae lo suficiente. Una vez más, si un lector no está motivado a llegar a la última cuartilla es tu fallo como autor.
Derecho a releer
El libro deja de ser tuyo en cuanto cae en manos del lector, y como dueño y señor de su feudo está en todo el derecho de leerlo cuantas veces se le antoje.
Me vienen a la mente una decena de títulos que me leería otra vez, ya sea porque me he olvidado de la trama o porque quiero descubrir nuevas aristas en ellos. O por que el estilo del autor es tan genial que me gusta que me aplaste y me dé un doloroso bofetón lleno de literatura.
Si tu libro es de esos que a los lectores les gusta releer, felicidades: has triunfado como autor.
Derecho a leer lo que le dé su reverecundísima gana
El lector está en pleno derecho de leer lo que desee y, de hecho, mientras más amplio sea su abanico de gustos mejor lector será.
Y no hablo solamente de géneros, sino de calidades. En materia de lecturas, incluso una mala novela nos enseña a como NO hacer las cosas. Y para gustos, colores. A mí no me gusta Carpentier y ejerzo mi derecho al 1er y 3er derecho; pero al mismo tiempo me confieso lector voraz de Paulo Coelho y he leído con genuino interés un par de novelitas de Corín Tellado.
¿Algún problema con eso? Te envío a mis padrinos.
Derecho al bovarismo
El bovarismo es un estado de insatisfacción crónica por el contraste entre sus ilusiones y aspiraciones y la realidad.
Y si lo puedo mitigar adentrándome en una buena lectura que me permita soñar, pues sea. No hay nada de malo dejar que lo novelesco se aventure en nuestro día a día y nos emocionemos en la intimidad del mundo compartido que se forja entre el lector y el autor.
En un final, no le hacemos daño a nadie con ello, ni a nosotros mismos mientras no lleguemos al nivel de enajenación del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Por lo menos, no andamos tocándole la campana a los demás con la telenovela brasileña.
Derecho a leer donde sea
La literatura nos ofrece una ventana abierta a otros mundos en cuanto abrimos el libro en nuestras manos. Descuenta los minutos que demora el transporte público, acorta las distancias entre los viajes largos, nos libera de los barrotes de la prisión y nos reconforta si necesitamos descansar de las tensiones cotidianas.
Así que se lee donde se quiera leer, lo mismo en un cómodo diván que en el camarote de un barco zarandeado por la tormenta. Al que no le guste, que se aguante.
Derecho a hojear
Una pocas líneas en medio de un libro son, quizás, las que necesitamos en ese momento que no tenemos el tiempo necesario para disfrutar todas las páginas.
No por gusto cada cuartilla es individual y no están pegadas una con otra: si no te gustan las sorpresas y quieres empezar por el final, no me molesta. Si quieres abrir el libro a la mitad y leer una pieza del desarrollo de la historia, muy bien. Gran parte de las decisiones de compra parten del hojeo, cuando vemos un estilo sólido de escritura y una historia interesante.
Muchos autores le dan un merecido peso al principio y final de sus historias, pero el intermedio es un trayecto torpe del punto A al B. Si tu obra resiste al hojeo, vas por buen camino.
Derecho a leer en voz alta
Mientras no lacere el derecho de los demás al silencio, si un lector considera que entenderá mejor la obra si la escucha en voz alta, pues doblemente en su derecho. Los audiolibros tampoco se inventaron por gusto.
En realidad los autores deberíamos aplicarnos la máxima de leer nuestras obras en voz alta, o al menos escuchar cómo las leen otros. Muchos errores de redacción, concordancia e intencionalidad nos quitaríamos de encima, porque si una historia no fluye al ser narrada no será nunca una buena historia.
Derecho a callar
Como autores, nos congratula el hecho de que nuestros lectores nos animen y alaben nuestras obras. Pero esto es solo un acto de vanagloria y egoísmo: cuando se escribe se traza una línea de comunicación confidencial y directa con el lector, y este puede decidir no romper de forma pública ese anonimato.
Aunque vivamos en grupo, el ser humano lee porque se sabe solo, desvalido y mortal. Por eso se refugia en sus lecturas favoritas, que nunca le traicionarán y siempre están allí para hacerle compañía.
Si algún libro en especial cuenta una historia que toca lo profundo de su sensibilidad, no tiene que proclamarlo a los cuatro vientos si no quiere. Cuando mucho y si piensa que hará la vida llevadera a otro ser humano, puede recomendarlo a sotto voce. Y cierro como empecé, con otra reflexión de don Arturo Pérez Reverte para aquellos autores que se quejan de que no los leen:
“He dicho varias veces, y quiero repetirlo, que no soy más que un novelista accidental. Lo que soy en realidad es un lector contumaz, que incluso cuando escribe lo que hace en realidad es leer una vez más”.
Arturo Pérez-Reverte